El día de Todos los Santos
Una vez más, dentro del calendario litúrgico, llega para todos la festividad de Todos los Santos, con la cita obligada a los lugares donde reposan los restos de nuestros fieles difuntos. Es época y momento de recordar lo que dicha conmemoración suponía hace tan solo medio siglo, no solo para las personas mayores, sino también para la chiquillería de entonces, tan propensa a integrarse en actividades poco frecuentes.
La celebración viene desde muy antiguo, y en diversos documentos que hemos consultado referidos a nuestro pueblo aparece con frecuencia tal denominación, sobre todo, porque en los siglos XV y XVI los derechos señoriales que pagaban los vecinos a la Iglesia eran abonados en dicho día. Ahora, que tantas velas y velones se encienden en los nichos y panteones, no deja de resultar chocante que en otros tiempos aquello estaba prohibido por considerarse un gasto suntuario. Así, tras fallecer en 1479 el famoso personaje don Pedro Calvillo, Señor de Cotillas, su viuda tuvo que solicitar autorización concejil para colocar unas antorchas sobre su tumba, y en la sesión celebrada por el Ayuntamiento en 24 de octubre de 1480 le dieron licencia “para sacar sin pena en Todos los Santos, antorchas (hachas) sobre la sepultura del dicho Pedro Calvillo”.
En los años de mi niñez, todos los vecinos acudían en masa al camposanto, lo que para la chiquillería suponía una ocasión única para gozar de los frutos más apetecidos criados en nuestra huerta, como las naranjas dulces, los kakis, las níspolas e incluso las nueces. Desde muchos días antes las pandillas recorríamos ojo avizor el territorio, para situar estratégicamente donde había que actuar llegado el momento.
Llegada la festividad, nos encuadrábamos en dos grupos. El más numeroso acudía con sus padres a la necrópolis, para permanecer durante horas ocupados en diversas actividades, siendo la más lucrativa ir cosechando la cera que se solidificaba una vez derretida en las velas, para posteriormente salir con ella a la puerta donde era comprada por diversas personas dedicadas a tal menester, quienes nos pagaban con algunas míseras monedas o cualquier chuchería, entre las que sobresalían las manzanas empaladas y bañadas en caramelo. Algunos niños, generalmente monaguillos, acompañaban a los sacerdotes en recorrido itinerante por todas las sepulturas, donde se rezaban responsos a voluntad de los deudos, y se obtenían donativos depositados en unas bolsas. También recorrían el cementerio las dos campanas de auroros existentes en Alguazas, hoy lamentablemente desaparecidas, que eran la del Rosario y la de Carmelitas (ésta del Barrio del Carmen); cantando ante los sepulcros diversas salves, principalmente la llamada de Ánimas, aunque también entonaban las dedicadas a la Virgen del Rosario, San Onofre, María y a la Fuensanta. Ello les suponía también buenos beneficios económicos.
El otro grupo de niños, mucho más reducido, quedábamos en el pueblo tocando las campanas todo el día, en el llamado toque de difuntos, pero parte de nosotros formábamos una o dos pandillas para recorrer la Villa casa por casa, pidiendo “las aleyuyas” para los campaneros. Las gentes a las que acudíamos en demanda de tales ofrendas, solían ofrecernos donativos en especie y en metálico: frutas, dulces, algún embutido, pan, etc. Cualquier cosa era bien recibida en los capazos que portábamos ex profeso para la ocasión. Luego, recogida la cosecha, nos reuníamos todos para, democráticamente, repartirnos “las aleluyas”. Las viandas pasaban luego a ser degustadas hasta hartarnos, y las “perras chicas” y los “perrogordos”, destinadas a diversos juegos de azar, o a terminar en las manos de Juan “el del carro”, o de Anica, su bondadosa esposa, bien por compra de alguna golosina o juguete, o bien para leer algunos tebeos alquilados; y en ocasiones poder gozar de algunas de las bicicletas que alquilaban por horas o fracciones de ella.
La jornada acababa vaciando melones o calabazas, para colocar en su interior alguna vela encendida, y así confeccionadas, colocarlas en los lugares más oscuros de las calles para intentar asustar a algunos niños con supuestas apariciones fantasmales.
Hoy en día, no queda mucho de aquello. El fervor por nuestros antepasados es con frecuencia, mera representación, y en cuanto a los niños, todo ha cambiando; e incluyo la mayoría ya no acude al cementerio como entonces. Nuestras antiguas y tradicionales calabazas, nos las venden como algo extraño, traído de los países anglosajones, incluso con el nombre de Hallowwen, que no es sino una contracción de la frase en inglés All Hallows Eve, es decir “El Día de Todos los Santos”.
Nota: Este artículo que ahora recuperamos, fue publicado hace justamente un año en cierto medio que nos salió “rana”.
La celebración viene desde muy antiguo, y en diversos documentos que hemos consultado referidos a nuestro pueblo aparece con frecuencia tal denominación, sobre todo, porque en los siglos XV y XVI los derechos señoriales que pagaban los vecinos a la Iglesia eran abonados en dicho día. Ahora, que tantas velas y velones se encienden en los nichos y panteones, no deja de resultar chocante que en otros tiempos aquello estaba prohibido por considerarse un gasto suntuario. Así, tras fallecer en 1479 el famoso personaje don Pedro Calvillo, Señor de Cotillas, su viuda tuvo que solicitar autorización concejil para colocar unas antorchas sobre su tumba, y en la sesión celebrada por el Ayuntamiento en 24 de octubre de 1480 le dieron licencia “para sacar sin pena en Todos los Santos, antorchas (hachas) sobre la sepultura del dicho Pedro Calvillo”.
En los años de mi niñez, todos los vecinos acudían en masa al camposanto, lo que para la chiquillería suponía una ocasión única para gozar de los frutos más apetecidos criados en nuestra huerta, como las naranjas dulces, los kakis, las níspolas e incluso las nueces. Desde muchos días antes las pandillas recorríamos ojo avizor el territorio, para situar estratégicamente donde había que actuar llegado el momento.
Llegada la festividad, nos encuadrábamos en dos grupos. El más numeroso acudía con sus padres a la necrópolis, para permanecer durante horas ocupados en diversas actividades, siendo la más lucrativa ir cosechando la cera que se solidificaba una vez derretida en las velas, para posteriormente salir con ella a la puerta donde era comprada por diversas personas dedicadas a tal menester, quienes nos pagaban con algunas míseras monedas o cualquier chuchería, entre las que sobresalían las manzanas empaladas y bañadas en caramelo. Algunos niños, generalmente monaguillos, acompañaban a los sacerdotes en recorrido itinerante por todas las sepulturas, donde se rezaban responsos a voluntad de los deudos, y se obtenían donativos depositados en unas bolsas. También recorrían el cementerio las dos campanas de auroros existentes en Alguazas, hoy lamentablemente desaparecidas, que eran la del Rosario y la de Carmelitas (ésta del Barrio del Carmen); cantando ante los sepulcros diversas salves, principalmente la llamada de Ánimas, aunque también entonaban las dedicadas a la Virgen del Rosario, San Onofre, María y a la Fuensanta. Ello les suponía también buenos beneficios económicos.
El otro grupo de niños, mucho más reducido, quedábamos en el pueblo tocando las campanas todo el día, en el llamado toque de difuntos, pero parte de nosotros formábamos una o dos pandillas para recorrer la Villa casa por casa, pidiendo “las aleyuyas” para los campaneros. Las gentes a las que acudíamos en demanda de tales ofrendas, solían ofrecernos donativos en especie y en metálico: frutas, dulces, algún embutido, pan, etc. Cualquier cosa era bien recibida en los capazos que portábamos ex profeso para la ocasión. Luego, recogida la cosecha, nos reuníamos todos para, democráticamente, repartirnos “las aleluyas”. Las viandas pasaban luego a ser degustadas hasta hartarnos, y las “perras chicas” y los “perrogordos”, destinadas a diversos juegos de azar, o a terminar en las manos de Juan “el del carro”, o de Anica, su bondadosa esposa, bien por compra de alguna golosina o juguete, o bien para leer algunos tebeos alquilados; y en ocasiones poder gozar de algunas de las bicicletas que alquilaban por horas o fracciones de ella.
La jornada acababa vaciando melones o calabazas, para colocar en su interior alguna vela encendida, y así confeccionadas, colocarlas en los lugares más oscuros de las calles para intentar asustar a algunos niños con supuestas apariciones fantasmales.
Hoy en día, no queda mucho de aquello. El fervor por nuestros antepasados es con frecuencia, mera representación, y en cuanto a los niños, todo ha cambiando; e incluyo la mayoría ya no acude al cementerio como entonces. Nuestras antiguas y tradicionales calabazas, nos las venden como algo extraño, traído de los países anglosajones, incluso con el nombre de Hallowwen, que no es sino una contracción de la frase en inglés All Hallows Eve, es decir “El Día de Todos los Santos”.
Nota: Este artículo que ahora recuperamos, fue publicado hace justamente un año en cierto medio que nos salió “rana”.
Etiquetas: Historia de la comarca
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