Parece ser que tal día como hoy, festividad de la Asunción de la Virgen
María en cuerpo y alma a los cielos, tuvo lugar el acto de conversión masiva de
los musulmanes que residían y moraban en Alguazas, y su inmediato bautismo.
Todo sucedió en 1501, por medio, intercesión y ruego del Provisor del Obispado
de Cartagena, y del Comendador Lope Zapata, Corregidor de Murcia.
La conversión del colectivo a la fe católica fue total, pues así consta
en un documento que unos días después remitieron a los Reyes Católicos, quienes
por entonces se encontraban en la ciudad de Granada. El mensajero que llevó la
carta fue Alonso de Santa
Cruz, vecino de la nueva villa, quien antes, siendo moro, era conocido por “maestre
Mahomad Barrios”:
«Todos los vezinos e moradores del dicho
lugar, chicos y grandes, hombre y muger, nos venimos a bautyzar y nos
convertimos a la fe vuestra santa catolica, en la qual queremos estar e
perseverar para serviçio de Dios y de vuestras altezas.»
Los reyes loaron y
aprobaron tal acto, y le concedieron por ello diversas mercedes y privilegios,
tomándolos bajo su real amparo.
Como no había
iglesia en el lugar, salvo una pequeña capilla dedicada a Santa María en la
torre fortaleza, y no siendo necesaria ya la mezquita, ésta fue habilitada como
templo cristiano, bajo el patrocinio de San Sebastián, pues era un modelo a
imitar: guerrero, militar y defensor de la fe hasta la muerte. Además, San
Sebastián fue un santo muy invocado para que protegiese a los pueblos de las
epidemias, especialmente de la peste.
Según cuentan sus
biógrafos:
Fue un santo que sufrió doble martirio por
defender el cristianismo. Nació en Narbona (Francia) a mediados del siglo III,
pero desde muy pequeño sus padres se trasladaron a Milán. Su padre era militar
y él quiso seguir sus pasos, llegando a ser capitán de la guardia pretoriana
del emperador romano Diocleciano. Era respetado por todos y apreciado por el
emperador, que ignoraba que Sebastián fuera cristiano de corazón. Cumplía con
la disciplina, pero no tomaba parte en los sacrificios a los dioses ni en otros
actos que fueran de idolatría. No exteriorizaba su fe, pero se valía de su
posición privilegiada para propagar el cristianismo y ayudar a los cristianos:
visitaba a los encarcelados, alentaba a los débiles y abatidos, daba ánimo a
los que padecían tormento, intervino en sostener la fe de dos caballeros
romanos, Marco y Marceliano, hermanos mártires -su sepulcro ha sido
identificado cerca de la catacumba de San Sebastián.
Así vivió unos cuantos años simultaneando el
cargo de soldado del emperador pagano con el cargo de soldado de Cristo, hasta
que un día un soldado celoso de su posición lo denunció al emperador, éste le
llamó y le obligó a escoger entre seguir siendo soldado del emperador o ser
soldado de Cristo. Escogió a Cristo y el emperador furioso mandó que muriera
asaeteado por un grupo de sus mejores arqueros.
Fue amarrado a un tronco y asaeteado -es la
imagen que adoramos- y cuando se daba por muerto, una mujer devota llamada
Irene, lo llevó a su casa y le curó las heridas. Se presentó de nuevo ante
Diocleciano para que reflexionara sobre la injusticia que estaba haciendo con
los cristianos, y éste asombrado al verlo vivo, enfurecido, mandó que lo
llevasen al circo y que fuese públicamente apaleado hasta que expirase.
Murió el 20 de enero del año 288 y su cuerpo
fue arrojado a una de las cloacas más grandes de Roma para que no se le pudiera
dar sepultura, pero quedó colgado de un garfio y fue recuperado de noche por un
grupo de cristianos dirigidos por una mujer llamada Lucina -a la que se
apareció el Santo para que sacase su cuerpo y fuese enterrado en un cementerio
subterráneo (catacumbas) de la Vía Apia a los pies de San Pedro y San Pablo- le
dieron sepultura como le había dicho el Santo.
La iglesia de San
Sebastián quedó como ermita cuando se construyó el nuevo templo, y aún existía
a principios del siglo XVI, cuando se edificó la ermita de Nuestra Señora de
la Concepción, a la cual se llevó el retablo que la antigua iglesia poseía.
Con ello llegó -en Alguazas- el
ocaso al culto a San Sebastián, de cuyo patronazgo no queda recuerdo alguno,
salvo en los que conocemos su historia, y nos loamos de trasmitirla a las
presentes generaciones.
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